miércoles, 23 de junio de 2010

PESCADO PACO DE LUCÍA.

Ayer fui al concierto de Paco de Lucía. Será uno de los momentos más intensos de mi vida. No es que piense tener pocos, es sólo que acumularé muchos.
Cuando se apagaron las luces, el Gran Teatre del Liceu de Barcelona casi se incendia de nuevo por la energía de los cientos y cientos de aplausos y ovaciones con el que recibieron al maestro. El llegó con su guitarra y se colocó en el medio del escenario con aquella actitud de haber recibido ovaciones durante toda la vida. Nosotros, el público, nos salíamos de las butacas, se nos saltaba el corazón del pecho. El parecía un artista callejero que se iba a poner a tocar en la boca del metro ante la indiferencia absoluta de un puñado de transeúntes.
De pronto se sentó, se colocó en posición y nos callamos todos ipso facto como soldados.
Comenzó a tocar.
Miró hacia el primer piso y me dio la impresión de que me miró a mi. Sé que las probabilidades no son muchas, ya que era yo un puntito entre miles de puntitos que lo miraban exactamente igual. Sólo digo que creo que es muy probable. El siguió tocando aquella cadencia flamenca única que sólo Paco de Lucía puede pedirle a una guitarra. A veces la tocaba con displicencia, como si no le importara, a veces la cogía con rabia, a veces con suavidad, otras con el carácter de un padre estricto, otras con la dulzura de una madre que acaricia a su niño recién nacido. Yo no podía creer que Paco de Lucía sintiera tantas cosas por mi. Me dieron ganas de bajar al escenario y decirle que se quede tranquilo. Yo me conformaría igual con oírle tocar el cumpleaños feliz. Pero creo que no le hubiese convencido. El siguió como poseído con una y otra canción. Realmente quería convencerme de que era el mejor de todos los tiempos. Lo dejé tocar callada y me sumí en aquel transe colectivo sin ofrecer la más mínima resistencia.

Paco de Lucía vive en Yucatán (México). He estado allí, es un lugar maravilloso de aguas trasparentes y gente sencilla. Vive en una casa amplia y distendida, de vivos colores y rodeado de muchas plantas.
Mientras tocaba yo me imaginaba lo que respiraría su piel, la arena blanca de Yucatán, el clima tibio del trópico. Sus ojos, ahora rodeado de cientos de personas que le admiraban y ovacionaban, estarían llenos de paisajes bellos y despoblados. Me imaginaba tocando las mismas maravillas en su salón, yendo a buscar el pescado fresco por la mañana y probablemente comiendo algo como esto:

PESCADO A LA PARRILLA CON PIMIENTOS.

Abres los pescados al medio dejándoles, del lado del lomo, todas sus escamas (que oficiarán de contenedor de la pulpa del pescado cuando esté tierno). Lo salas y le colocas ajo, perejil y lo rocías con limón. Al costado colocas unos pimientos (si puedes de todos los colores mejor: rojo, amarillo y verde). Cuando los pimientos estén tiernos y su piel se desprenda con facilidad, quítales la piel con la ayuda de un tenedor (tienes que hacerlo con delicadeza y cuidado porque quema). Cuando estén pelados córtalos en tiras y condiméntalos con un diente de ajo machacado, sal y aceite de oliva. Este será el acompañamiento. Liviano, colorido y original.

A la mitad de la cocción del pescado vuélvelo a rociar con limón y termina de cocinarlo. Que no se te pase. Apenas la carne esté blanca por dentro y por fuera quítalo del fuego.
Sírvelo tal cual lo sacas de la parrilla. El pescado, es tu plato. Lo vas comiendo un poquito con el tenedor y cuchillo, otro poquito con los dedos, como más te guste. Relájate, interviene en la comida, juega con sus elementos, disfrútalo y si puedes escuchar mientras algo de flamenco mejor, te cambiará significativamente el sabor de la comida.

Muchas gracias Paco, ha sido un placer conocerte.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Qué bonita historia y qué receta tan apetecible!
Sería la cena perfecta, con el flamenquito de postre!

Mapet dijo...

Concuerdo, apetecible todo, brasas, vino, flamenquito, pura flama...